viernes, 2 de marzo de 2012

Gigante de barro

Se me cierran los ojos. Me dejo caer, la calefacción,¡Qué gloria!. Me escucho carraspear, no sin esfuerzo y pienso en el frío que hace. En que tengo los pies congelados. Cuando piso el tren, me los vuelvo a sentir. Y una paz me invade, serena, de melodía aterciopelada. A través del cristal veo mi reflejo encorvado tras años y años de mala postura. Pero es que estoy vencido; así me siento cuando subo al tren. Es como si cada vez que subo muriese un poquito. Me pesan los ojos, mis piernas acarrean dos kilos más de lo normal. De pronto, me empiezan a escocer las manos y pienso: "una hora y estaré cenando". Pero no me importa tanto cenar como dormir. La sombra bajo mis ojos me delata, también mis arrugas eternas. Pienso que tengo los hombros entumecidos de llevar mi guitarra a cuestas. Temo que se me vuelva a caer, pues ya no habrá otra...
Me paso la mano por la cabeza, tengo las manos chillando por los sabañones y el estómago hinchado de no probar nada. Dejé abandonado al perro para no comérmelo. Parezco terrible, pero amo los animales. Creo que son más dignos de estar en este mundo que las personas, en ocasiones.
Voy en el tren y pienso que me queda una hora. Una hora y ya estaré en casa. Que mi madre me ha puesto sopa caliente en la mesa y que queda pan de hoy. Si pienso en eso, igual tengo un buen despertar. En una hora...

El hombre salía de la estación por la puerta de entrada de los autobuses. Arrastraba su guitarra y se tambaleaba. Estaba sereno, pero consumido. Consumido por la fiebre, consumido por el frío, consumido por la lluvia y por la vida. El hombre que se esperaba siempre a Tavernes para empezar a tocar la misma canción. El hombre que cogía el tren de las 08.55 para ganarse el pan, se cayó. Se desplomó como un muñeco de nieve, como un gran espíritu. Como un gigante de barro.

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