domingo, 16 de junio de 2013

La titi fantasma

El frío se apodera del ático continuamente. He oído lamentos procedentes de la araña del techo. Mi Héctor dice que son de Cassandra. Ya lo abandonó una vez, no sé por qué demonios querría volver. Bueno, se quedó con sus acrílicos. Y eso lo se porque no para de hablar de ella. Cada anécdota que le cuento o cada comentario viene acompañado de un divertidísimo recuerdo. Cómo ella le despertó un día, las cosas tan raras que comía o la fiesta sorpresa que ella le preparó.
Héctor estaba seguro de que Cassandra  habitaba en el ático bajo la forma de un fantasma. Por eso, gastó todo el dinero del subsidio en aparatos de radiofrecuencia, con amplia visión de espectro y demás aparatos. Por las noches, andaba con la expresión espantada, de ojos abiertos. Esperaba atento a cualquier ruido anormal, a todo lo que cambiaba de sitio por fuerzas paranormales. Un día se me ocurrió cambiar un jarrón de sitio y casi le da un ataque.
Yo tenía que madrugar por las mañanas para ir a la clínica de nutrición. Tras tres noches de juerga, ruido por aquí, lamento desesperado de alma en pena por allá,  tuve que decirles que bajasen la voz de sus correrías. Una noche no pude más que felicitar a Cassandra por su increíble dramatización al manifestarse.  “Cielo, queda lasaña del mediodía en la nevera” le dije a Héctor bostezando. 
Sobre las seis volvía conmigo a la cama, matando mi última hora de sueño, sin piedad. A las siete sonaba mi despertador. Y con los ojos abiertos me incorporaba a apagarlo.  Una lástima que Cassandra no se personase para tirárselo a la cabeza…
Por el día dormía o estaba meditabundo. Deambulaba por la casa como ido. Si Cassandra tenía más ganas de fiesta, rápidamente armaba cualquier estruendo. Golpeaba las paredes, abría las ventanas de par en par, los grifos se abrían “solos”. Muy original, sí. Héctor corría al armario del salón a coger sus aparatos de buscar fantasmas con los ojos brillantes. “Seguro que no encuentra las llaves y se está volviendo loca, jajajajjajajajajjajj. Es tan despistada!” decía henchido de felicidad.
Llaman al timbre. Estoy de vacaciones. No se qué es peor, si trabajar o estar en casa.  Sorprendentemente, me he levantado de buen humor. Las doce. El cartero llama al timbre. Carta certificada. Lo oigo subir por las escaleras, intrigada. Se presenta ante mí con su uniforme amarillo. No se ha sofocado por subir andando hasta el ático. Es mi héroe de la semana. “Aquí está. Sí, tienes que firmar aquí”. Sonríe. Tiene cara de buena persona. Unos ojos grises muy  bonitos, sí. En fin, que firmo.
Un ruido de impacto se oye desde el interior del ático. La araña se ha caído. Gritos de dolor. Pero dolor de verdad, dolor de persona. ¡Ay Dios, Héctor!
La lámpara de las narices se le ha caído encima. La silla está en el suelo. El cartero entra conmigo al oír el escándalo. “¡Cassandra! Se va para siempre” dice lamentándose profundamente. Se sujeta el hombro, parece que le duele. Está hecho un Cristo, con la lámpara encima. Pero, está llorando como un niño por Cassandra. El cartero llama a la ambulancia. “Cinco minutos, dicen”. De repente, se me ilumina la cara en meses. Héctor cree oír algo en el pasillo. Se vuelve y se retuerce llamando a la nada, aún en el suelo.
“¡Héctor, allí está, se está escapando por la ventana!” le digo. Se revuelve hacia el otro lado, esperanzado.
“¿Vosotros no hacéis descanso para almorzar?” le digo al cartero. “Y así aprovechas y me miras el móvil, que lo tengo mal”.
“Qué le pasa?” me pregunta divertido.
“Que no tiene tu número”. Sonrío.


miércoles, 12 de junio de 2013

Villa Croisset

La inspiración se encuentra trabajando, pensó él. Estaba sentado en su escritorio. Los pantalones le apretaban, le entumecían. Estaba sudoroso, preso de una extraña euforia. Llevaba seis horas sentado en su escritorio, preso de su fiebre creadora. Sus ojos se movían de un lado a otro del papel, siguiendo la trayectoria del bolígrafo sobre el papel. Andaba garabateando con efervescencia furiosa, tratando de atrapar la inspiración. Era él, todo energía. Llevaba meses vacío. Su corriente de ideas tenía una importante fuga. A causa de esta, toda su creatividad se escapaba diariamente. Mediante un goteo incesante, se iba por el desagüe todo su genio. De noche, a veces podía oírlo. Era insufrible, como el titc- tac de un reloj. Un día, buscando en los recovecos de su mente vislumbró la llave de paso. Ávido de escritura, la cerró. De repente, todas sus ideas volvían a fluir por su cabeza. Danzaban furiosas, a toda velocidad. Se entrechocaban unas con otras provocando vaporosas corrientes que le salían por los oídos. Le salía humo de la cabeza, como el pelo afro después de una carrera salvaje.
Y todo esto lo había apagado ella. Marina se fue, dejando el hilo de sus pensamientos abierto. La corriente solo fluía por ella. El resquicio por donde se escapaban las goteras era tan ancho, que escaparon también sus inspiraciones. El torrente no tenía control.
Ella le había dicho algo las últimas semanas. Recuerda reproches, postreras caricias, reclamos, gritos, berrinches. Después, lágrimas resbalando sobre su nuca y abrazando su espalda. Por último, cree vivirlo de nuevo. Una corriente de aire procedente de la puerta de entrada. Podría haber cerrado la puerta. En vez de eso, se la llevó con ella. Le castigó la puerta y el pensamiento. Le condenó a un interior luminoso, de paredes blancas, que le cegaba los ojos. Pero también a la oscuridad de una mente vacía, esquemas rotos y esquinas donde esconderse.
Era como si su memoria hubiera estado borrada durante muchísimo tiempo. Cuando escribía, nada malo podía sucederle. Desde muy joven se había dado cuenta de que la vida era una mierda. La vida no era sino para dedicarse a perfeccionarla. La vida no era, sino para crear historias. Podía pasarse hasta dieciséis horas seguidas escribiendo, haciendo sudar tinta al papel. Se pasaba horas perfeccionando una simple frase. Dos recreando las posibilidades eufónicas de los siguientes versos. Su vida se iba en la escritura y le estaba consumiendo. Era tan feliz. No le importaba pasar durante días del aire, no le importaba asomar la cabeza por la ventana y ver un nuevo amanecer. Marina lo veía desaparecer cada día un poquito. Loco de amor por sus historias, se había vuelto sordo a sus reclamos.
Ahora volvía a estar enganchado, veía cómo el papel absorbía todo el sudor de sus manos, la humedad de su ser. El borrador lo abducía sin piedad, reclamando siempre unas líneas más. Su historia era insaciable y había cobrado casi vida propia. Sus miembros estaban engarrotados, tenía la tensión por los suelos y no paraba de temblar. Tenía frío. Parecía que se le fueran a salir los ojos, somo si sus ojeras fueran a ceder al peso de las cuencas. Quiso levantarse a beber, pero una fuerza lo retenía al escritorio. Sus piernas no le respondían. Tan solo sus muñecas permanecían activas y no paraban de chirriar como viejas bisagras. Presa del pánico, empezó a convulsionarse. Aterrorizado, con las mandíbulas reclamó su puerta. Con lágrimas en los ojos reclamó a Marina. Su piel estaba cetrina y seca y la muerte lo reclamaba. Pero en lo único que podía pensar es que no le habían llegado las fuerzas. Había sido débil. Su obra maestra quedaba encerrada en su alma, para siempre.