domingo, 21 de julio de 2013

Perspectiva

El sol ha brillado todo el día y tu piel está quemada por el sol. Quemada por el sol y los excesos. De repente descubriste un julio en pleno enero. Milagrosamente, en vacaciones de Navidad has  cogido tu camiseta de Audrey Hepburn de manga corta y hace un tiempo increíble para vestirla. Os levantáis a las diez y media, consigues que se levante, sonriendo. Una brisa que entra por la ventana os sorprende y te preguntas si te ha explotado ya el corazón. Vais a la playa, llena de roquitas. Le miras a él y por un momento te sientes en casa. Por un momento.  Piensas pasar el mejor día de tu vida, por ti y por él. Decidiste sorprenderle, en un viaje relámpago, volviendo a casa por Navidad, como el turrón. Piensas en que no tienes ni idea de lo que os deparará el año. Nada puede ser peor que noviembre. No pisas los quintos hasta meses más tarde, cuando casi has acabado exámenes y te ronda la cabeza la idea de quizás ya no le necesitas, sin saberlo. Esa mañana de enero te mira como perdonándote la vida. La noche anterior la almohada sabía a sal mientras te tragabas todas tus lágrimas. Piensas que seguirás magullada el resto de tu vida por su culpa. Y silenciosamente esperas para vengarte. Porque ni siquiera alcanza a conocer lo que te ha hecho.

No conoce el tacto del tapiz del tren, o del autobús cuando dejas a alguien atrás, solo el de la cama, cuando tienes cogido a alguien por sus arrestos, y lo llamas “amor”.

miércoles, 17 de julio de 2013

Dos

Ve cómo se va alejando tras la puerta. Su olor es el de la crema que se pone después del afeitado. Se ha duchado, se ha peinado un poco. Su camisa blanca de las fiestas se le acopla al cuerpo como un guante, perfecta. Se ha puesto sus mejores vaqueros y se ha embetunado los zapatos. Dice que va a la agencia, a ver si le ha salido algo, pero que después tiene que pasar por un sitio. Se desliza con fuerza, arrastrando los pies, llevando el compás a la máxima perfección. Va como deslizándose, entonando suavemente un aria divina. Se ha puesto su americana y sus gemelos. El aire parece moverse a su alrededor, como en una danza de siete velos.  Su hija lo observa desde el otro lado de la habitación, embelesada. Hace tanto que no baila, ni se mueve. Pensaba que se había quedado cristalizado en la silla del escritorio. Su hija creía que se quedaría sentado para siempre. Su padre veía el tiempo pasar a través de sus gafas metálicas y cristales impolutos. Últimamente no hablaba mucho, se hallaba sumido en sus pensamientos. Se había transfomado en una estatua arcillosa y siempre a punto de deshacerse. El brillo de sus ojos se apagaba de a poquitos y solo quedaban unas pupilas grises y aceradas, autistas a cualquier emoción externa. Se había encerrado en sí mismo. En un lugar seguro donde los dramas adolescentes, femeninos e infantiles no llegaban. Es más, llegaban en molestas interferencias, siempre pueriles. En ese momento se levantaba y con un solo dedo pulía cualquier razonamiento entretejido en su casa. Tratando de imponer su cerrazón deshacía las paredes húmedas de la casa. La blancura de la casa se caía a pedazos con cada imposición. Un bovarismo infame se alzaba con cada arranque de su vanidad. Se dedicaba a callejear, a ver observar hasta el último adoquín de la calle y lisonjearlo.  Su vida era él mismo y sus necesidades. Se alzaba a media mañana como un gigante, un león enjaulado con toda su libertad y sin saber muy bien qué hacer con ella. Llevaba años acomodado en una cómoda rutina que le liberaba y le pesaba a partes iguales. Tanto tiempo debatiéndose entre el deber y la moral, la vida y el trabajo habían cristalizado en una desorientación profunda, llena de desvelos acompañados de la televisión de la madrugada. Pero lo que la noche no podía esconder era su incapacidad de comunicación y la profunda soledad que sentía, a esas alturas de su vida.


domingo, 16 de junio de 2013

La titi fantasma

El frío se apodera del ático continuamente. He oído lamentos procedentes de la araña del techo. Mi Héctor dice que son de Cassandra. Ya lo abandonó una vez, no sé por qué demonios querría volver. Bueno, se quedó con sus acrílicos. Y eso lo se porque no para de hablar de ella. Cada anécdota que le cuento o cada comentario viene acompañado de un divertidísimo recuerdo. Cómo ella le despertó un día, las cosas tan raras que comía o la fiesta sorpresa que ella le preparó.
Héctor estaba seguro de que Cassandra  habitaba en el ático bajo la forma de un fantasma. Por eso, gastó todo el dinero del subsidio en aparatos de radiofrecuencia, con amplia visión de espectro y demás aparatos. Por las noches, andaba con la expresión espantada, de ojos abiertos. Esperaba atento a cualquier ruido anormal, a todo lo que cambiaba de sitio por fuerzas paranormales. Un día se me ocurrió cambiar un jarrón de sitio y casi le da un ataque.
Yo tenía que madrugar por las mañanas para ir a la clínica de nutrición. Tras tres noches de juerga, ruido por aquí, lamento desesperado de alma en pena por allá,  tuve que decirles que bajasen la voz de sus correrías. Una noche no pude más que felicitar a Cassandra por su increíble dramatización al manifestarse.  “Cielo, queda lasaña del mediodía en la nevera” le dije a Héctor bostezando. 
Sobre las seis volvía conmigo a la cama, matando mi última hora de sueño, sin piedad. A las siete sonaba mi despertador. Y con los ojos abiertos me incorporaba a apagarlo.  Una lástima que Cassandra no se personase para tirárselo a la cabeza…
Por el día dormía o estaba meditabundo. Deambulaba por la casa como ido. Si Cassandra tenía más ganas de fiesta, rápidamente armaba cualquier estruendo. Golpeaba las paredes, abría las ventanas de par en par, los grifos se abrían “solos”. Muy original, sí. Héctor corría al armario del salón a coger sus aparatos de buscar fantasmas con los ojos brillantes. “Seguro que no encuentra las llaves y se está volviendo loca, jajajajjajajajajjajj. Es tan despistada!” decía henchido de felicidad.
Llaman al timbre. Estoy de vacaciones. No se qué es peor, si trabajar o estar en casa.  Sorprendentemente, me he levantado de buen humor. Las doce. El cartero llama al timbre. Carta certificada. Lo oigo subir por las escaleras, intrigada. Se presenta ante mí con su uniforme amarillo. No se ha sofocado por subir andando hasta el ático. Es mi héroe de la semana. “Aquí está. Sí, tienes que firmar aquí”. Sonríe. Tiene cara de buena persona. Unos ojos grises muy  bonitos, sí. En fin, que firmo.
Un ruido de impacto se oye desde el interior del ático. La araña se ha caído. Gritos de dolor. Pero dolor de verdad, dolor de persona. ¡Ay Dios, Héctor!
La lámpara de las narices se le ha caído encima. La silla está en el suelo. El cartero entra conmigo al oír el escándalo. “¡Cassandra! Se va para siempre” dice lamentándose profundamente. Se sujeta el hombro, parece que le duele. Está hecho un Cristo, con la lámpara encima. Pero, está llorando como un niño por Cassandra. El cartero llama a la ambulancia. “Cinco minutos, dicen”. De repente, se me ilumina la cara en meses. Héctor cree oír algo en el pasillo. Se vuelve y se retuerce llamando a la nada, aún en el suelo.
“¡Héctor, allí está, se está escapando por la ventana!” le digo. Se revuelve hacia el otro lado, esperanzado.
“¿Vosotros no hacéis descanso para almorzar?” le digo al cartero. “Y así aprovechas y me miras el móvil, que lo tengo mal”.
“Qué le pasa?” me pregunta divertido.
“Que no tiene tu número”. Sonrío.


miércoles, 12 de junio de 2013

Villa Croisset

La inspiración se encuentra trabajando, pensó él. Estaba sentado en su escritorio. Los pantalones le apretaban, le entumecían. Estaba sudoroso, preso de una extraña euforia. Llevaba seis horas sentado en su escritorio, preso de su fiebre creadora. Sus ojos se movían de un lado a otro del papel, siguiendo la trayectoria del bolígrafo sobre el papel. Andaba garabateando con efervescencia furiosa, tratando de atrapar la inspiración. Era él, todo energía. Llevaba meses vacío. Su corriente de ideas tenía una importante fuga. A causa de esta, toda su creatividad se escapaba diariamente. Mediante un goteo incesante, se iba por el desagüe todo su genio. De noche, a veces podía oírlo. Era insufrible, como el titc- tac de un reloj. Un día, buscando en los recovecos de su mente vislumbró la llave de paso. Ávido de escritura, la cerró. De repente, todas sus ideas volvían a fluir por su cabeza. Danzaban furiosas, a toda velocidad. Se entrechocaban unas con otras provocando vaporosas corrientes que le salían por los oídos. Le salía humo de la cabeza, como el pelo afro después de una carrera salvaje.
Y todo esto lo había apagado ella. Marina se fue, dejando el hilo de sus pensamientos abierto. La corriente solo fluía por ella. El resquicio por donde se escapaban las goteras era tan ancho, que escaparon también sus inspiraciones. El torrente no tenía control.
Ella le había dicho algo las últimas semanas. Recuerda reproches, postreras caricias, reclamos, gritos, berrinches. Después, lágrimas resbalando sobre su nuca y abrazando su espalda. Por último, cree vivirlo de nuevo. Una corriente de aire procedente de la puerta de entrada. Podría haber cerrado la puerta. En vez de eso, se la llevó con ella. Le castigó la puerta y el pensamiento. Le condenó a un interior luminoso, de paredes blancas, que le cegaba los ojos. Pero también a la oscuridad de una mente vacía, esquemas rotos y esquinas donde esconderse.
Era como si su memoria hubiera estado borrada durante muchísimo tiempo. Cuando escribía, nada malo podía sucederle. Desde muy joven se había dado cuenta de que la vida era una mierda. La vida no era sino para dedicarse a perfeccionarla. La vida no era, sino para crear historias. Podía pasarse hasta dieciséis horas seguidas escribiendo, haciendo sudar tinta al papel. Se pasaba horas perfeccionando una simple frase. Dos recreando las posibilidades eufónicas de los siguientes versos. Su vida se iba en la escritura y le estaba consumiendo. Era tan feliz. No le importaba pasar durante días del aire, no le importaba asomar la cabeza por la ventana y ver un nuevo amanecer. Marina lo veía desaparecer cada día un poquito. Loco de amor por sus historias, se había vuelto sordo a sus reclamos.
Ahora volvía a estar enganchado, veía cómo el papel absorbía todo el sudor de sus manos, la humedad de su ser. El borrador lo abducía sin piedad, reclamando siempre unas líneas más. Su historia era insaciable y había cobrado casi vida propia. Sus miembros estaban engarrotados, tenía la tensión por los suelos y no paraba de temblar. Tenía frío. Parecía que se le fueran a salir los ojos, somo si sus ojeras fueran a ceder al peso de las cuencas. Quiso levantarse a beber, pero una fuerza lo retenía al escritorio. Sus piernas no le respondían. Tan solo sus muñecas permanecían activas y no paraban de chirriar como viejas bisagras. Presa del pánico, empezó a convulsionarse. Aterrorizado, con las mandíbulas reclamó su puerta. Con lágrimas en los ojos reclamó a Marina. Su piel estaba cetrina y seca y la muerte lo reclamaba. Pero en lo único que podía pensar es que no le habían llegado las fuerzas. Había sido débil. Su obra maestra quedaba encerrada en su alma, para siempre.


jueves, 21 de marzo de 2013

Valiente

Vienes corriendo a la estación. Tu casa está a escasos cuatro minutos y por supuesto, te has dormido. Has saltado de la cama. Has dado un bote superlativo que ha hecho temblar todas las capas de la tierra. Vas a la cocina, tragas el café y te acuerdas de que de algo te tienes que quejar. Bien, pasamos a "la toilette".
Descartas ponerte guapo, hacer como que domas tus rizos con cera de Deliplus (Shhh!). Metes la cara bajo el chorro de agua (fría, sino es como una leve caricia que no te deja ver el mundo cruel). Miras tu imagen en el espejo y te reconoces zombi, zombi y amarillo. Tu abuela te bombardearía ahora mismo.
La abu no puede comprender que te pasaste hasta las 3 AM hablando con la chiqui del mes. Bueno, hasta el fin de semana, tienes tiempo de recuperar esa cara de poeta. ¿Cuándo saltamos al circo, con los leones?. Eres Máximo Décimo Meridio y ellas lo saben.

Volviendo a la máquina infernal... son las seis de la mañana. Coges (consigues atrapar) el tren de las 7. 40. Echas una mirada al vagón, a ver si hay alguna belleza despeinada y ojerosa. Como no hay ninguna, te sientas solo en medio del vagón, a ver qué sucede. El amanecer se enciende rosado y piensas que hace mucho que estás estable. Que estás gris-marrón y no te molesta.
Una mujer sube en la tercera estación con un crío medio dormido en un carro. Siete estaciones después, el mismo niño empieza a berrear como si se fuera a acabar el mundo. Tus auriculares ya son bastante penosos como para encima competir con unas lágrimas de cocodrilo de proporciones falleras. "Esos pulmones debe haberlos parido el mismísimo Pavarotti".
Por si fuera poco, dos sujetas de 14 años muy mal llevados hacen acto de presencia. Su móvil dice que les des más gasolina. Ellas te miran, sabedoras de tus atenciones. El móvil entre las tetas, no sería un  mal resonador si la música no fuese una mierda. Cleopatras de medio pelo, no gustáis nada. El vagón entero las mira, esperando su extinción inminente. Llegamos a la estación siguiente y nada.
A la gasolina, el berreo infantil y el traqueteo del viejo cercanías se le suman mujeres mayores, de voz despiadada. Amas de casa, que se van de viaje a Madrid. "¡Todas a ver el Guggenheim!". Quieres bajarte ya. Pides que el día no se te haga muy largo.
Tu móvil tiembla de frío y sin batería. Tú porque te has dejado el cargador y el bocadillo. Te llevas la mano a  la chaqueta. Todo en su sitio. Bajas a las mil y una escaleras, de un tren a otro. Una chica aparece por detrás de ti y te aprieta el culo. OH, ambrosía de mi vida! Un poco de amor!! Gafas de pasta, os presento a vuestra nueva musa. Sigues mirando mientras su cola de caballo se aleja coqueta. Y te mira, con esos ojos negros de gata de La3, pirsin de aro RAEro', RAEro'. Se aleja. Deslizas la mano al bolsillo trasero antes de presentarle tus respetos a la máquina chequeadora del metro. Vacío, absoluto.
No ves ninguna coleta sensual. Tu ego castigado un mes más...

jueves, 28 de febrero de 2013

Un minuto más

Te has ido. No recuerdo por qué, pero te has ido. Recuerdo que hubo un tiempo en que las estaciones me fascinaban. Son el lugar donde se concentran uno de los cócteles más explosivos de emociones. Desde aquí puedo oír al nacional asiendo las esposas, preparado para interceptar viajeros sospechosos. Escucho un abrazo que colisiona de alegría, un encuentro furtivo en los baños. También unos tacones que chirrían de llevar horas de pie. Escucho una lágrima que no quieres que se escape.
Desde unos metros atrás del andén observo al monstruo que te lleva. Tiene los ojos grandes y brillantes y es enorme. Es más grande que yo. Me siento pequeño a su lado, me hallo impotente ante tu partida. Todas las tardes, recuerdo todas aquellas tardes que se nos hacían noches. Todos los bares y sus pizarras de menú. Hace un tiempo que te has ido y es de lo que más recuerdo. Las llamadas que me prometiste y que voy recibiendo a cuentagotas. Me acuerdo de que el monstruo en el que te fuiste salió a su hora, cual metro japonés frío y despiadado. Un minuto más...
Lo tenía todo planeado, no iba a ser fácil. Yo ando siempre de acá para allá, pero podíamos hacerlo. ¡Qué increíble robarle horas al reloj!. El teléfono es otro animal despiadado que filtra tu voz y la torna extraña. No se si estás rara, o triste o soy yo que te echo de menos y veo fantasmas por todas partes.
Un minuto más...
Necesito café. Estoy sentado en mi escritorio. Todo parece estar como siempre, pero miro los papeles y no me dicen nada. Bueno, parlotean, pero no puedo escucharlos. Necesito bajar a la tierra. Ya son las siete y nada...Llamarás de noche y tendremos poco que decirnos. Demasiados "te echo de menos" decir. Es frustrante. Solo espero que el monstruo que te llevó te haga volver. Sueño que te vas, sueño que no te encuentro aquí, sueño que te pierdo entre un millón de imágenes. No consigo verte...!
Suena un despertador.
Un minuto más...

domingo, 17 de febrero de 2013

Sábado

Emma la odiaba porque no lo entendía. Se alegraba de ver que su amor propio estaba restableciéndose de nuevo. Tras unos meses de receso, su amor propio era tan grande que prefería mostrarse fuerte cuando más débil estaba. Pretendía que Él lo adivinara, pero la mecánica masculina no es esa.
La cuestión es que la detestaba a Ella. Desde su liliputiense aspecto a sus ojos de perrito asustado. Desde su nariz informe hasta la irregularidad de sus dientes. Su carácter naíf y a la vez capaz de adorar lo extraño. Adoraba todo lo que era como Ella misma. La odiaba porque la tapaba a ella (si se ponía a su lado, la hacía chiquitita a sus ojos). Le era repulsiva porque Él adoraba todo eso también. La estridencia, las melodías que no son melodías, capaces de poner al cerebro humano en guardia y sobresaltarlo. Era la música que necesitaba el individuo para probar la realidad. Quería saber si de verdad estaba ahí. Podía experimentar con las calaveras, con el estruendo humano. Pero sobre todo, parecía que le fascinaba la expresión de la emoción humana más profunda. Lo más irrisorio, lo más macabro, lo más desgraciado. Emma no sabía por qué lo hacía. Solo sabía que Él aún pensaba en Ella. Y con tal de no descubrirse, corrió el telón a toda prisa. Dio por finalizado todo, los paseos, envolverse dentro de su cama y con Él. No quería admitirlo, al menos delante de Él. Que había terminado por perderse y ya no sabía dónde estaba. Y le echaba la culpa a Ella. Porque Emma debió cruzarse antes en su camino. Porque el tiempo les jugó una mala pasada. Y sobre todo, porque ella no estaba preparada para sentir de nuevo así. Pero recordó que hace unos años era una ostra, pero al menos era fuerte. Tenía todos los arrestos del mundo. Sabía quién era, solo que a lo largo de estos dos años había permitido que se le olvidara. Llevaba semanas esperando una señal, una señal de Él, que nunca había sido para Emma. Había sido una visión. Emma había atravesado corriendo el oasis para ver un espejismo.