domingo, 17 de febrero de 2013

Sábado

Emma la odiaba porque no lo entendía. Se alegraba de ver que su amor propio estaba restableciéndose de nuevo. Tras unos meses de receso, su amor propio era tan grande que prefería mostrarse fuerte cuando más débil estaba. Pretendía que Él lo adivinara, pero la mecánica masculina no es esa.
La cuestión es que la detestaba a Ella. Desde su liliputiense aspecto a sus ojos de perrito asustado. Desde su nariz informe hasta la irregularidad de sus dientes. Su carácter naíf y a la vez capaz de adorar lo extraño. Adoraba todo lo que era como Ella misma. La odiaba porque la tapaba a ella (si se ponía a su lado, la hacía chiquitita a sus ojos). Le era repulsiva porque Él adoraba todo eso también. La estridencia, las melodías que no son melodías, capaces de poner al cerebro humano en guardia y sobresaltarlo. Era la música que necesitaba el individuo para probar la realidad. Quería saber si de verdad estaba ahí. Podía experimentar con las calaveras, con el estruendo humano. Pero sobre todo, parecía que le fascinaba la expresión de la emoción humana más profunda. Lo más irrisorio, lo más macabro, lo más desgraciado. Emma no sabía por qué lo hacía. Solo sabía que Él aún pensaba en Ella. Y con tal de no descubrirse, corrió el telón a toda prisa. Dio por finalizado todo, los paseos, envolverse dentro de su cama y con Él. No quería admitirlo, al menos delante de Él. Que había terminado por perderse y ya no sabía dónde estaba. Y le echaba la culpa a Ella. Porque Emma debió cruzarse antes en su camino. Porque el tiempo les jugó una mala pasada. Y sobre todo, porque ella no estaba preparada para sentir de nuevo así. Pero recordó que hace unos años era una ostra, pero al menos era fuerte. Tenía todos los arrestos del mundo. Sabía quién era, solo que a lo largo de estos dos años había permitido que se le olvidara. Llevaba semanas esperando una señal, una señal de Él, que nunca había sido para Emma. Había sido una visión. Emma había atravesado corriendo el oasis para ver un espejismo.

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