miércoles, 12 de junio de 2013

Villa Croisset

La inspiración se encuentra trabajando, pensó él. Estaba sentado en su escritorio. Los pantalones le apretaban, le entumecían. Estaba sudoroso, preso de una extraña euforia. Llevaba seis horas sentado en su escritorio, preso de su fiebre creadora. Sus ojos se movían de un lado a otro del papel, siguiendo la trayectoria del bolígrafo sobre el papel. Andaba garabateando con efervescencia furiosa, tratando de atrapar la inspiración. Era él, todo energía. Llevaba meses vacío. Su corriente de ideas tenía una importante fuga. A causa de esta, toda su creatividad se escapaba diariamente. Mediante un goteo incesante, se iba por el desagüe todo su genio. De noche, a veces podía oírlo. Era insufrible, como el titc- tac de un reloj. Un día, buscando en los recovecos de su mente vislumbró la llave de paso. Ávido de escritura, la cerró. De repente, todas sus ideas volvían a fluir por su cabeza. Danzaban furiosas, a toda velocidad. Se entrechocaban unas con otras provocando vaporosas corrientes que le salían por los oídos. Le salía humo de la cabeza, como el pelo afro después de una carrera salvaje.
Y todo esto lo había apagado ella. Marina se fue, dejando el hilo de sus pensamientos abierto. La corriente solo fluía por ella. El resquicio por donde se escapaban las goteras era tan ancho, que escaparon también sus inspiraciones. El torrente no tenía control.
Ella le había dicho algo las últimas semanas. Recuerda reproches, postreras caricias, reclamos, gritos, berrinches. Después, lágrimas resbalando sobre su nuca y abrazando su espalda. Por último, cree vivirlo de nuevo. Una corriente de aire procedente de la puerta de entrada. Podría haber cerrado la puerta. En vez de eso, se la llevó con ella. Le castigó la puerta y el pensamiento. Le condenó a un interior luminoso, de paredes blancas, que le cegaba los ojos. Pero también a la oscuridad de una mente vacía, esquemas rotos y esquinas donde esconderse.
Era como si su memoria hubiera estado borrada durante muchísimo tiempo. Cuando escribía, nada malo podía sucederle. Desde muy joven se había dado cuenta de que la vida era una mierda. La vida no era sino para dedicarse a perfeccionarla. La vida no era, sino para crear historias. Podía pasarse hasta dieciséis horas seguidas escribiendo, haciendo sudar tinta al papel. Se pasaba horas perfeccionando una simple frase. Dos recreando las posibilidades eufónicas de los siguientes versos. Su vida se iba en la escritura y le estaba consumiendo. Era tan feliz. No le importaba pasar durante días del aire, no le importaba asomar la cabeza por la ventana y ver un nuevo amanecer. Marina lo veía desaparecer cada día un poquito. Loco de amor por sus historias, se había vuelto sordo a sus reclamos.
Ahora volvía a estar enganchado, veía cómo el papel absorbía todo el sudor de sus manos, la humedad de su ser. El borrador lo abducía sin piedad, reclamando siempre unas líneas más. Su historia era insaciable y había cobrado casi vida propia. Sus miembros estaban engarrotados, tenía la tensión por los suelos y no paraba de temblar. Tenía frío. Parecía que se le fueran a salir los ojos, somo si sus ojeras fueran a ceder al peso de las cuencas. Quiso levantarse a beber, pero una fuerza lo retenía al escritorio. Sus piernas no le respondían. Tan solo sus muñecas permanecían activas y no paraban de chirriar como viejas bisagras. Presa del pánico, empezó a convulsionarse. Aterrorizado, con las mandíbulas reclamó su puerta. Con lágrimas en los ojos reclamó a Marina. Su piel estaba cetrina y seca y la muerte lo reclamaba. Pero en lo único que podía pensar es que no le habían llegado las fuerzas. Había sido débil. Su obra maestra quedaba encerrada en su alma, para siempre.


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