miércoles, 17 de julio de 2013

Dos

Ve cómo se va alejando tras la puerta. Su olor es el de la crema que se pone después del afeitado. Se ha duchado, se ha peinado un poco. Su camisa blanca de las fiestas se le acopla al cuerpo como un guante, perfecta. Se ha puesto sus mejores vaqueros y se ha embetunado los zapatos. Dice que va a la agencia, a ver si le ha salido algo, pero que después tiene que pasar por un sitio. Se desliza con fuerza, arrastrando los pies, llevando el compás a la máxima perfección. Va como deslizándose, entonando suavemente un aria divina. Se ha puesto su americana y sus gemelos. El aire parece moverse a su alrededor, como en una danza de siete velos.  Su hija lo observa desde el otro lado de la habitación, embelesada. Hace tanto que no baila, ni se mueve. Pensaba que se había quedado cristalizado en la silla del escritorio. Su hija creía que se quedaría sentado para siempre. Su padre veía el tiempo pasar a través de sus gafas metálicas y cristales impolutos. Últimamente no hablaba mucho, se hallaba sumido en sus pensamientos. Se había transfomado en una estatua arcillosa y siempre a punto de deshacerse. El brillo de sus ojos se apagaba de a poquitos y solo quedaban unas pupilas grises y aceradas, autistas a cualquier emoción externa. Se había encerrado en sí mismo. En un lugar seguro donde los dramas adolescentes, femeninos e infantiles no llegaban. Es más, llegaban en molestas interferencias, siempre pueriles. En ese momento se levantaba y con un solo dedo pulía cualquier razonamiento entretejido en su casa. Tratando de imponer su cerrazón deshacía las paredes húmedas de la casa. La blancura de la casa se caía a pedazos con cada imposición. Un bovarismo infame se alzaba con cada arranque de su vanidad. Se dedicaba a callejear, a ver observar hasta el último adoquín de la calle y lisonjearlo.  Su vida era él mismo y sus necesidades. Se alzaba a media mañana como un gigante, un león enjaulado con toda su libertad y sin saber muy bien qué hacer con ella. Llevaba años acomodado en una cómoda rutina que le liberaba y le pesaba a partes iguales. Tanto tiempo debatiéndose entre el deber y la moral, la vida y el trabajo habían cristalizado en una desorientación profunda, llena de desvelos acompañados de la televisión de la madrugada. Pero lo que la noche no podía esconder era su incapacidad de comunicación y la profunda soledad que sentía, a esas alturas de su vida.


1 comentario:

  1. Así es la rutina. Puede matarnos poco a poco (al menos a quienes nunca se acostumbran).
    Buen relato. Me ha gustado mucho :)
    ¡Un beso!

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