Ve cómo se va alejando tras la puerta. Su olor es el de la
crema que se pone después del afeitado. Se ha duchado, se ha peinado un poco.
Su camisa blanca de las fiestas se le acopla al cuerpo como un guante,
perfecta. Se ha puesto sus mejores vaqueros y se ha embetunado los zapatos.
Dice que va a la agencia, a ver si le ha salido algo, pero que después tiene
que pasar por un sitio. Se desliza con fuerza, arrastrando los pies, llevando
el compás a la máxima perfección. Va como deslizándose, entonando suavemente un
aria divina. Se ha puesto su americana y sus gemelos. El aire parece moverse a
su alrededor, como en una danza de siete velos.
Su hija lo observa desde el otro lado de la habitación, embelesada. Hace
tanto que no baila, ni se mueve. Pensaba que se había quedado cristalizado en
la silla del escritorio. Su hija creía que se quedaría sentado para siempre. Su
padre veía el tiempo pasar a través de sus gafas metálicas y cristales
impolutos. Últimamente no hablaba mucho, se hallaba sumido en sus pensamientos.
Se había transfomado en una estatua arcillosa y siempre a punto de deshacerse.
El brillo de sus ojos se apagaba de a poquitos y solo quedaban unas pupilas
grises y aceradas, autistas a cualquier emoción externa. Se había encerrado en
sí mismo. En un lugar seguro donde los dramas adolescentes, femeninos e
infantiles no llegaban. Es más, llegaban en molestas interferencias, siempre
pueriles. En ese momento se levantaba y con un solo dedo pulía cualquier
razonamiento entretejido en su casa. Tratando de imponer su cerrazón deshacía
las paredes húmedas de la casa. La blancura de la casa se caía a pedazos con
cada imposición. Un bovarismo infame se alzaba con cada arranque de su vanidad.
Se dedicaba a callejear, a ver observar hasta el último adoquín de la calle y
lisonjearlo. Su vida era él mismo y sus
necesidades. Se alzaba a media mañana como un gigante, un león enjaulado con
toda su libertad y sin saber muy bien qué hacer con ella. Llevaba años acomodado
en una cómoda rutina que le liberaba y le pesaba a partes iguales. Tanto tiempo
debatiéndose entre el deber y la moral, la vida y el trabajo habían
cristalizado en una desorientación profunda, llena de desvelos acompañados de
la televisión de la madrugada. Pero lo que la noche no podía esconder era su
incapacidad de comunicación y la profunda soledad que sentía, a esas alturas de
su vida.
Así es la rutina. Puede matarnos poco a poco (al menos a quienes nunca se acostumbran).
ResponderEliminarBuen relato. Me ha gustado mucho :)
¡Un beso!